sábado, 12 de mayo de 2007

¿Tolerancia o estupidez?

Publicado en: eltiempo.com

Extraño que la despenalización del aborto lleve ya un año. Insólito, en un país conservador como Colombia. La Iglesia persevera en la abolición del aborto en una suerte de exorcismo de un país entero, asesino de niños. Pero el Estado resiste los embates divinos, contra todos los pronósticos.

No debe ser fácil enfrentarse a la Curia y permitir que las mujeres decidan si quieren o no tener un hijo. Sobre todo en una Iglesia que explica los males del hombre por la debilidad de carácter de la mujer, tentada en el mito del Génesis por el fruto prohibido. Es por esto por lo que el aborto representa un contrasentido frente a los dogmas católicos: los pecados de la humanidad debe expiarlos la mujer al "parir con dolores". Si ya puede abortar y ahorrarse los dolores del parto, la Iglesia católica pierde uno de sus pilares fundamentales.

Los antiabortistas arguyen varias razones. Dicen que solo Dios puede quitar la vida, por eso nadie tiene tampoco el derecho a suicidarse. Antes era costumbre prohibirles el descanso eterno a los suicidas en los cementerios católicos. Pero, claro, era dogma del catolicismo erradicar de la faz de la Tierra a aquellos que adoraran a dioses distintos.

Si solo su Dios puede acabar con la vida, la Iglesia se contradice al imponer la castidad a sus miembros. Eso es también cercenar vidas potenciales.

Arguyen que un cigoto del tamaño de una caja de fósforos ya tiene un alma, y aniquilarlo lo condenaría al infierno por no ser bautizado. Tal vez prefieran que nazca un niño deforme, que muera una madre o que el producto de una violación crezca con la conciencia de que fue concebido a la fuerza y de que nació porque, de lo contrario, su madre iría a la cárcel.

Nada de esto parece sensato. Es más bien un relato espeluznante de los extremos morbosos a los que puede llegar una sociedad. Pero, claro, vivimos en un país democrático, que protege cultos como este. No tan distante de los rituales satánicos -tan controvertidos-: ambos cultos coinciden en su imperativo de producir dolor y de oponerse al bienestar social y emocional de sus integrantes.

Mientras abortistas y antiabortistas se enfrentan en una batalla apocalíptica, la ley que aprueba el aborto (en sus mentados tres casos especiales) se agita de un lado a otro, siempre a punto de colapsar. Pareciera como si nos tentara la idea de volver a ese 0,5 por ciento de países del mundo que obliga a parir a sus mujeres. Nada más aterrador.

No es de extrañarse, sin embargo, en un país como Colombia, porque Colombia es pasión, esa pasión malsana que tanto defiende la Curia por encima de la ley.

Ahora que se cumple un año de la despenalización, El Espectador titula 'Las excomuniones de la Iglesia son sensatas', en un informe objetivo pero claramente viciado. Si esta ley, fruto de la civilidad y de la sensatez, es revocada, miles de mujeres seguirán abortando con ganchos de ropa. Miles de millones de pesos se seguirán destinando para atender en los hospitales a las mujeres que llegan desangrándose por abortos mal practicados. Millones de niños indeseados seguirán naciendo. Pero las mujeres, esto es claro, seguirán abortando. En sitios malsanos o en Oriéntame. Por 60 mil pesos o por 600 mil. Habrá que esperar y observar este duelo entre la Curia y el Estado. Y habrá que preguntarse, claro, si el poder que tiene la Iglesia es fruto de nuestra tolerancia o de nuestra estupidez.

María Antonia García de la Torre

lunes, 23 de abril de 2007

UNA VIDA PUNTOCOM

Publicado en El Tiempo.com. Colombia


Dice la No Smoking Orchestra, "I have dot com children and a dot com wife, living a dot com life". Hijos punto com, una esposa punto com, viviendo una vida punto com. Esta nueva cotidianidad, dentro de la que es imprescindible el mundo virtual, recupera territorio como una religión pagana. Son muchos los fieles de la religión ortodoxa -del libro impreso y del teléfono de ruedita- que se tapan los oídos, los ojos y la boca ante el monstruo inasible: el Internet.

En la última edición de la revista Arcadia se habla de la degeneración de la lengua española, de la pérdida irrecuperable de la carta de amor. Ahora predominan los 'emails' de un párrafo -un 'email' largo es descortés- y esa jerga inmunda del chat que recorta las palabras y traduce los sentimientos con caritas amarillas.

La teoría nietzscheana de la que habla Kundera, el eterno retorno, se manifiesta en su máxima expresión y, otra vez, aparece el estupor ante un viraje en las costumbres. El mismo estupor que terminará por volverse aceptación, en espera de un nuevo adminículo tecnológico que transforme las herramientas de comunicación para que se desate el Apocalipsis, una vez más. La espiral es perfecta: siempre habrá un ente ajeno que atente contra lo establecido. Por fortuna ya no se aplica la técnica de la hoguera para erradicar lo incomprendido.

Durante la lectura del editorial de Arcadia hice el ejercicio -fruto del ocio, lo admito-, de reemplazar las palabras 'chat', 'Internet', por 'brujería', 'paganismo'. El texto mantenía su sentido. La hipótesis apunta a una degeneración del lenguaje debido a la proliferación de los mensajes de texto en el celular y a una anulación de la interacción 'real' entre dos individuos, pues el objetivo de Internet es evadir al interlocutor con un solo clic.

Queda la impresión de que los seres humanos nos comunicamos peor y nos embrutecemos por utilizar como medio de comunicación una herramienta errónea.

Comparto, no puedo negarlo, la nostalgia por la carta escrita a puño y letra. Aún en 1998 era más común que enviar 'emails'. Pero preferir el correo postal al Internet es como leer a la luz de la vela, porque "sería un insulto asistir al suicidio de Ana Karenina mientras las páginas están iluminadas por un vulgar bombillo eléctrico".

La carta solía ser elaborada, extensa, porque ante la ausencia del otro no restaba otra cosa que describir el entorno, los cambios de parecer, las tardes de soledad. Un chat, en cambio, nos pone al interlocutor al frente, podemos reír con él, escuchar la misma canción, ser cursi o melancólico mientras se ven derramar lágrimas de nostalgia del ser amado al frente y no en la tinta de sus palabras un mes después.

El romanticismo sigue intacto, porque seguimos siendo los mismos, con la misma necesidad de decir banalidades o frases trascendentales a ese otro que está lejos y gracias al cual nos hemos partido el coco inventando un aparato que anule la distancia. Si algo exaspera la cursilería y la vena poética es ver tan cerca al ser amado, ver su rostro en una webcam, oír su voz con unos audífonos, leer sus palabras en un chat, lo que crea la ilusión de que está tan cerca, pero con la convicción de que está tan lejos. Si Arcadia teme la muerte del romanticismo de la carta, se asombraría de los sonetos que se han compuesto en la ventana de un chat.

María Antonia García de la Torre

lunes, 16 de abril de 2007

LA MAR, QUE ES EL MORIR

PUBLICADO EN: REVISTA NÚMERO. COLOMBIA

“Todos vivimos dos vidas: una, la que soñamos, otra, la que vivimos”, dice el personaje de un filme brasileño, de esos que están pasando en estos días por Cinemax con motivo del carnaval de Rio de Janeiro. Eso mismo pareciera decir Manuelita Sáenz. Una vida, al lado del Libertador, en Italia, libre por fin del yugo del parroquianismo santafereño, es la vida que sueña. Otra, la que reconstruye Jaime Manrique en Nuestras vidas son los ríos, es la vida que vive, la de una mujer segregada y olvidada. Se la considera una heroína y aprendemos a adorarla desde nuestros primeros años de adolescencia. Era la amada de nuestro libertador, la dama belicosa que desafió el chismorreo provinciano de Quito y de Bogotá. Amamos la Manuelita soñada.

Sin embargo, el relato de Jaime Manrique presenta a una bastarda, adúltera que muere anciana, pobre y olvidada en un pueblo costero hediondo, y nos recuerda a la Manuelita real.

Sus fracasos y equivocaciones, la lucha incesante, casi siempre convertida en derrota, la vida que vive, es un espejo de nuestra condición imperecedera, acentuada en una tierra bautizada con sangre.

Manuelita muere desposeída al margen del mundo, vende sus vestidos, sus joyas, consigue su plato diario de comida haciendo dulces. Las damas quiteñas y bogotanas no soportan señales de rebeldía como vestir su uniforme de coronela, pasear a caballo por la sabana, salir de noche a pegar proclamas contra los santanderistas. Su condena es el exilio y el hambre. Detrás del heroísmo y de la valentía, se asoma la sombra, la de una mujer que persigue a su propio ídolo, al amado Bolívar y soporta el rechazo, cada encuentro postergado, cada mirada de indiferencia. Manuelita idolatra, embebida en una ensoñación difusa donde un día podría ser la mujer legítima del libertador.

Nada de esto ocurre. La desvela el sueño de una tierra gobernada por un hombre justo, y Bolívar se autoproclama dictador; busca en él un hombre fuerte y apasionado por ella, para encontrarse con un ser abandonado a sus pasiones, disminuido por la tuberculosis, indiferente a la devoción carnal y espiritual que ella le profesa.

Una maldición parece cernirse sobre sus días, la hostilidad de un padre que la vende al mejor postor; una herencia soñada que jamás puede reclamar –sólo con dinero podría ser libre, igual que un hombre-; el oprobio de las camanduleras por abandonar a su marido y convertirse en la amante orgullosa del Libertador; la muerte de Bolívar lejos de ella. Todo parece desboronarse alrededor. De suerte que, a manera de prisión, le prohíben pisar su ciudad natal y Bogotá, la condenan a la mendicidad, en compañía de su esclava Jonotás, y sus dos perros, Santander y Córdoba. Paita, un pueblo infecto perdido en Perú la ve morir, inválida y delirante.

Las dos mujeres que la acompañan desde la infancia, Natán y Jonotás, arrancadas de los brazos de sus padres en San Basilio de Palenque, reconstruyen con su voz la sevicia de los españoles que las hacen esclavas. Ellas, testigos de los arrebatos y excesos de su ama, intercalan en esta novela histórica la voz narrativa con Manuelita. De esta manera, se reconstruye la cotidianidad de un pueblo sustentado en una pirámide hermética, que esclaviza a los negros de manera abierta y esclaviza a los blancos de manera soterrada. Los paseos de Manuelita por las calles de Bogotá acompañada por sus esclavas, escrutada desde los balcones, vilipendiada en las iglesias, parece un virus sin cura en estos poblados del altiplano. Al vislumbrar la capital colombiana desde su caballo, Manuelita piensa temerosa: “Estaba horrorizada de ver tantas iglesias. Esperaba que Santa fe de Bogotá no fuera otro piadoso Quito. Cualquier cosa menos otro Quito. ¿Acaso me había mudado de la Roma de los Andes al Vaticano de Suramérica?”. Para su desgracia, esta reflexión se convierte en una triste anticipación.

No basta la independencia de los españoles, ni las leyes que prohíben la educación religiosa obligatoria, ni siquiera los intentos por mermar la discriminación de sexos y de razas. Esta urbe que Manuelita vislumbraba desde la quinta, en las faldas de Monserrate, sigue anegada entre decenas de cúpulas y defiende, como horda de guerreros enceguecidos, dogmas anacrónicos gritados desde los púlpitos con fervor ciego.

La vida que sueña Manuelita sigue sin coincidir con la vida que vive, con la que hubiera vivido aún ahora. Cerca de su final, cuando percibe la presencia de Bolívar paseando por el patio, esperándola, reconoce que esa vida adormecida y turbada, no es más que un río que va a dar a la mar, que es el morir.

domingo, 15 de abril de 2007

LA CARIDAD EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA

PUBLICADO EN EL TIEMPO. COLOMBIA.

Escribe Ximena Gutiérrez en El Tiempo que está cansada de Gabo y sus homenajes. No le parece correcta su actitud condescendiente con Fidel Castro y encuentra imperdonable que no viva en Colombia. Esta apreciación la comparten muchos y siempre le han reprochado a Gabriel García Márquez que se haya olvidado de la tierra del realismo mágico. Muchos, si estuviera en su poder, cancelarían cuanto homenaje está programado con motivo de sus ochenta años.

Pero eso de juzgar la producción literaria, con base en el nivel de empatía que produzca la persona que escribe, no sólo es errado, sino pasado de moda. Errado porque casi todos los escritores son neuróticos, y no por eso son malos escritores. Y pasado de moda porque hace rato que separamos el texto escrito de la persona que lo concibe. En términos de teoría literaria, hace mucho que se consagró la muerte del autor.

Si por eso fuera, bastaría con donar dinero a los pobres para ser un magnífico escritor. Distinta la situación de un político, por ejemplo, quien está representando una franja de la población y cuya vida está en el ojo de la opinión pública de manera permanente. Por eso deben cuidarse de mantener ocultos –mas no de suprimirlos- amantazgos y orgías.

Para el escritor es más fácil, porque una vez el libro se va a la imprenta, adquiere vida propia independiente de las excentricidades de su progenitor.

No intento defender a García Márquez como persona, ni siquiera como autor. Sólo quisiera que pudiéramos juzgarlo a partir de sus novelas y no a partir de sus niveles de bondad o patriotismo. Atacar a un escritor porque no nos parece correcta su forma de vestir o de vivir, sería como descalificar el proyecto de un arquitecto porque es un esnob insoportable, o porque es gay.

Es difícil separar una cosa de la otra y muchas veces caemos en el extremo opuesto: a veces nos parece maravillosa una novela porque su autor se nos antojó encantador en una tertulia. Otros endiosan a un escritor porque es capaz de enfrentarse a una élite hermética. Bien por él, pero eso nada tiene que ver con su destreza para describir un personaje.

Que García Márquez viva en México, en Aracataca o en la Guajira; que prefiera invertir su dinero en causas personales y no en donaciones a los niños pobres; que sea amigo de Fidel o de Bush… nada de esto cambiará la calidad de sus novelas. Buenas o malas.

A Fernando Vallejo le criticaban que hubiera donado el dinero de un premio a una asociación canina en Venezuela. –Pero, ¡cómo es posible! ¡Habiendo tantos niños pobres en Colombia! Es que, ¡al menos que fuera para los perros de la calle de Bogotá!, -vociferaban sus lectores. A mí, honestamente, me importan un pito las transacciones bancarias de un autor cuando leo alguna de sus novelas.

Si a Vallejo le parece bien ayudar a los perros de Venezuela, enhorabuena. Si le parece que no es un delito que los curas se acuesten con adolescentes, fantástico. Eso pertenece a las opiniones de una persona, emparentada con las novelas que escribe, en el mismo nivel de un padre con su hijo. Y decirle a alguien que es antipático porque su padre lo es, resulta desatinado.

García Márquez se merece todos los homenajes –y todas las críticas- sólo en calidad de progenitor de Cien años de soledad. Pero la pobre novela no tiene por qué cargar con los defectos –y con las virtudes- de ese hombre que la parió.

Me imagino qué pensarán los detractores del Gabo-persona frente a las tendencias nazis de Marinetti, del alcoholismo de Truman Capote, de los malos tratos de Verlaine hacia su mujer, del desenfreno sexual de Sade. ¿Serán por eso peores escritores que si hubieran sido modelos a seguir? No lo creo, como no creo que una novela ética y políticamente correcta haga de un escritor una mejor persona. Cohelo, por ejemplo, produce una literatura de mariposas de colores y de superación personal. Bondadoso, dirían algunos, a pesar de que es claro que produce libros como automóviles en serie, con el único fin de engrosar su cuenta bancaria.

Colombia tiene la mala costumbre de exigirles caridad a sus personajes destacados a nivel internacional. Por eso están tan bien vistas las campañas humanitarias de cantantes y de empresarios de cerveza. Se exige al punto de satanizar a aquellos que destinan el fruto de su trabajo para ellos solos. Los escritores, como cualquier otra persona que viva de su oficio, no tienen por qué ser hermanitas de la caridad y su reconocimiento no puede cifrarse en ese aspecto, tan distante de su producción intelectual. Que es, en últimas, lo que realmente debería importar.

¿QUÉ HAY DE NUEVO EN MACONDO?"

PUBLICADO EN: EL TIEMPO. COLOMBIA.
el debate está abierto sobre la internacionalización de Bogotá. Es claro que se vive un ambiente más abierto, ejecutivos norteamericanos confluyen en la zona T y los productos franceses invaden los supermercados. A primera vista, podría concluirse que se vive un ambiente de tranquilidad y que los extranjeros, por fin, le están apostando a Colombia. Una mirada desde la perspectiva económica revela, sin embargo, un panorama desolador. Detrás de las delicias que representan conseguir en Bogotá productos de otras latitudes, está el debilitamiento de la industria nacional. No es novedad que esta apertura prematura está ahorcando a las empresas locales nacientes.

Pero, como suele ocurrir en el razonamiento del colombiano promedio, basta con que su nevera parezca un festival gastronómico europeo para poder respirar tranquilo. Lo nativo es frondio y lo extranjero es sinónimo de estatus. De modo que nuestro país se va a pique en materia de desarrollo industrial mientras que todos vitorean a las grandes multinacionales que seducen a los compradores con jeans, tennis y ipods, a cambio de que no superemos nunca la condición de proveedores de flores y café.

Esta “internacionalización” de Colombia choca con mentalidades cerradas que, paradójicamente, se aferran cada vez más al parroquialismo imperante. No sólo a nivel económico, sino desde la perspectiva de la seguridad, las élites han vendido sus principios, se han aliado con grupos subversivos, a cambio de respirar tranquilidad en sus fincas. El fenómeno paramilitar es síntoma de un deseo por volver a viejas formas feudales, tan lejanas del ideal democrático de países que gozan de un concepto verdadero de libertad. Mientras gozamos con los grandes cruceros que pasan por Cartagena de Indias y mientras acumulamos electrodomésticos de última tecnología –en nuestro intento por imitar el nivel de vida del primer mundo-, encarnamos niveles oprobiosos de salvajismo.

Un híbrido semejante, sólo es posible en una sociedad retardataria con ínfulas de un glamour importado y artificial. Es triste que nos baste con la forma sin alterar en un ápice el fondo. La casta dominante derrocha e imita comportamientos prestados de otras latitudes, encerrada en una cápsula que defiende a muerte. No estamos tan lejos de ese Macondo que inventó García Márquez y no es descabellado afirmar que el llamado realismo mágico se vive en nuestras tierras a manera de hiperrealismo aterrador.

Todo aquel que vulnere esta imitación criolla de Miami (concentrada en tres o cuatro barrios de Bogotá), reconoce en esos “elegidos” un desconocimiento absoluto del país en el que viven y paga su trasgresión con la muerte. Los desplazados que osan acercarse a un automóvil en un semáforo del Parque de la 93, se encuentran con conductores que los acusan de ociosos. “Ese señor debe ganarse unos 400 mil pesos al mes sólo limpiando los vidrios de los carros, no tiene que pagar impuestos y es un perezoso que no quiere trabajar”, suele ser el comentario más común.

No pretendo hacer una apología de las personas de proveniencia humilde, pero sí quisiera evidenciar el cinismo con el que una minoría boyante protege su pequeño paraíso artificial con argumentos deleznables. Su bienestar se sostiene en la miseria de millones de personas condenadas a vejaciones dignas del infierno dantesco. Y en lugar de experimentar la más mínima conmiseración, los culpan por su condición y se mofan de sus pequeños tesoros custodiados por una caballería armada con motosierras.

Macondo no es sólo mariposas amarillas y jovencitas que se elevan por los aires: más allá de la muralla que rodea el norte de Bogotá, más allá de Pomona y de Armani, millones de miserables esperan la puñalada que los llevará a una muerte anunciada.

LA SUERTE DE LA FEA

PUBLICADO EN: EL TIEMPO. COLOMBIA.

El premio que obtuvo Ugly Betty ha sido motivo de júbilo para Colombia. “Medio Golden Globe es mío” afirma el libretista de Betty la fea, Fernando Gaitán. Parece que la esperanza vuelve a este villorrio infestado de asesinos. Un ambiente de calma reina en el país y todos vitorean jubilosos al creador de esta versión moderna de Cenicienta. La noticia, sin embargo, no debería tener la mayor trascendencia, si se tiene en cuenta que se trata sólo de una telenovela, fiel a las fórmulas del género maldito: el melodrama. Pero se enaltece como si del Pulitzer se tratara.

En balde repetiría que las telenovelas, al igual que el fútbol y el reinado de belleza, ocupan un papel secundario en la cultura de un país. Están hechas para las masas, a manera de reality en el que todo referente de la vida real –paradójicamente- se caricaturiza y se ridiculiza.

Los televidentes, esa gran mayoría perteneciente a una clase media estropeada, renuevan sus esperanzas de ascenso social gracias al amor de un magnate. Mientras tanto, las clases más favorecidas encuentran denigrantes las costumbres del pueblo y se burlan de la falta de glamour de Betty y su familia. Podría concluirse que este género es perfecto porque cobija a toda la sociedad, unos porque anhelan un nivel de vida al que casi nadie accede en Colombia, y otros porque encuentran despreciable y grotesca la forma de vida de la gran mayoría.

La versión estadounidense ubica a Betty en Queens, hija de un inmigrante mexicano. Aún los colombianos que vieron el primer capítulo en Bogotá, se burlaron del poncho de Betty, de su ramplonería y de su falta de clase. El triunfo de esta Betty anglosajona radica, claro está, en sus méritos académicos, pero pierde importancia al utilizar el cliché indispensable de la fea que se vuelve hermosa.

El periódico El Espectador menciona que esta nueva versión de Betty la fea, trascenderá de manera positiva dentro de las políticas migratorias estadounidenses: retratar la condición de los inmigrantes en una telenovela seguida por una decena de millones de nativos, aseguraría un cambio en la mentalidad y una flexibilización en el tratamiento legal y cotidiano de las ugly betties que ocupan cargos secundarios en las grandes compañías de Nueva York, de Miami y de San Francisco.

Lo que aparece en esta telenovela es, empero, una diferencia irreconciliable entre los inmigrantes mexicanos y los magnates estadounidenses. Es imposible que la ridiculización derive en el entendimiento.

No se pueden crear nuevos comportamientos en Estados Unidos, si se vende la imagen de lo “étnico” denigrante y discriminatoria por definición. De suerte que, la concepción del latino ilegal se generalizará y pronunciará la brecha cultural entre dos pueblos. Es triste que Colombia sobresalga en Estados Unidos sólo por una telenovela –de por sí patético- sino que además, obtenga reconocimiento a cambio de vendernos como un pueblo de quinta categoría, invasor y arribista.

LA SANTÍSIMA TRINIDAD

PUBLICADO EN: ELTIEMPO.COM. COLOMBIA.
La prensa nunca pone en primera plana avances científicos, problemas de cobertura de la escuela primaria en América Latina, planes de alfabetización. Esto ocurre porque las universidades no hacen parte de la triada privilegiada de los periodistas: conflicto armado, deportes y modelos. La academia acusa a los medios, y viceversa. Los periodistas descartan estos temas porque no son coyunturales y porque no despiertan el interés de los lectores. Los jefes de prensa de las universidades arguyen, a su vez, que copan los correos electrónicos de redactores y columnistas y reciben solo silencio.

Este dilema se debatió en un seminario internacional de periodistas organizado por la FNPI hace pocas semanas en Bogotá. Pocas luces se vislumbran después de dos días de deliberaciones: esta realidad se repite en todos los medios presentes de América Latina y ciertos tópicos entorpecen soluciones concretas.

Por una parte, existe una idea confusa de lo que puede considerarse 'noticia' dentro de la información proveniente de la academia. Los periodistas se centran, entonces, en revueltas estudiantiles (como la ocurrida en Chile), en premios científicos internacionales, en los problemas de la educación (debido a que se camufla como un tema de política) y en huelgas de maestros. En pocas palabras, es noticia aquello que vende, aquello que es escándalo. Pero simposios de arquitectura, publicaciones de docentes antropólogos, virajes temáticos en el programa de literatura de una universidad, pasan de largo porque, ¿a quién le importan?

No es que la política y la economía 'importen' y la academia no. Aun esos temas se abordan de manera epidérmica. Solo la coyuntura es noticia y pocos medios dedican tiempo y espacio a informes especiales que profundicen en las raíces de un conflicto.
El problema, entonces, no radica en que se privilegien temas políticos y económicos: lo que importa, independientemente del tema, es que sea escandaloso y sangriento. Dentro del seminario de periodismo, un periodista comentó que propuso a su editor publicar un artículo sobre una avioneta que había chocado contra los cerros bogotanos. La respuesta, que ya incluía una negativa tácita fue: ¿hubo muertos?

El tema de la cobertura de la educación por la prensa devela, entonces, un problema mayor. Si la academia se ha extirpado de los medios de comunicación, ¿qué lo suple? Basta con ver un noticiero en Colombia o con ver un quiosco de revistas en Buenos Aires: el grueso de las publicaciones se centra en escándalos políticos, en noticias de farándula y en los resultados del último partido del Boca Juniors.

"Esto se publica porque lo piden los lectores", responde una periodista colombiana que asistió al seminario. Claro, es lo que vende. Sin embargo, un descubrimiento importante de este encuentro es que la educación hace parte de todos los lectores que compran la prensa a diario. Parece banal, pero ser consciente de esto permite que los medios se acerquen a temas de educación sin que se descarten por el temor de que a nadie le interesen.

Las instituciones educativas, por su parte, deben facilitar el tránsito de información a los medios, al enviar notas precisas sobre una publicación del departamento de historia o sobre una charla en antropología. Los mamotretos que llegan a los periodistas desde las universidades nunca se volverán noticia.

Los medios no saben cómo abordar temas educativos de manera coyuntural y los jefes de prensa de las universidades siguen enviando toneladas de información de manera indiscriminada. Es importante que se informe sobre cambios, avances, problemas de la educación (pública, privada, de otros países, primaria, universitaria). Solo así se podrán controlar procesos que obstaculizan el desarrollo de la educación en países del sur del mundo.

El representante de la Unesco en el seminario afirmó que "la pregunta no es ¿qué mundo les estamos dejando a los niños? Sino ¿qué niños le estamos dejando al mundo?". Esa pregunta solo puede resolverse si todos estamos enterados y podemos debatir los procesos que sustentan la educación en Latinoamérica. Y los periodistas son parte integrante de esa retroalimentación. Su labor no solo es informar sino abrir espacios que revalúen la imagen de la educación como una figura abstracta, presente en los medios solo cuando un escándalo lo amerita. La santísima trinidad: conflicto armado, fútbol y farándula, debe moderar su aparición y dar paso a un semidiós bastante mal parado: la educación.

...Y LA NIEVE AFUERA

PUBLICADO EN: EL HERALDO. COLOMBIA.
“El viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar”, dice Gardel. Al otro lado del mapa, en un pequeño poblado de Turquía, un hombre repite, sin saberlo, la experiencia que narra el cantor de tangos. Nieve, la última novela del Nobel turco, Orhan Pamuk, habla de mujeres que se suicidan por no poder usar el pañolón que las identifica como islámicas. Los habitantes de este villorrio las condenan por pecadoras y asedian a Ka, el periodista y poeta occidentalizado. La nieve bloquea todas las vías que comunican Kars con el resto del mundo, se extiende, como un monstruo blanco por cada recodo de las calles miserables. Ka, el viajero, se interna en una realidad al margen de la civilización, tan lejos que es incapaz siquiera de imitar el esplendor de la poesía de Occidente en sus versos torpes. El periódico local difunde noticias incrustadas en el fundamentalismo y cegadas por la mentalidad de individuos encerrados en sus casas derruidas y oscuras.

En medio de la desolación, Ka reencuentra a su amor añorado, Ipek y se sumerge en una red de espías y de defensores del Islam centrados en relatos anacrónicos y dogmáticos. Un lector occidental cualquiera, encontraría allí la justificación de atentados terroristas, la disculpa para considerarse superior frente a una sociedad enceguecida, donde el ateísmo se paga con la muerte y donde las mujeres reivindican su derecho a caminar cubiertas, y condenan a aquellas que se exhiben como mujerzuelas al salir a la calle con el pelo suelto o con una falda que exhibe las rodillas.

Pero basta poco para reconocernos en ellos, para aceptar que las diferencias nacen en fuentes similares. El fanatismo, los dogmas, imperan en el Medio Oriente, pero son también la piedra angular del pensamiento occidental. La novela de Pamuk conduce, de manera inevitable, a la reflexión de asuntos religiosos y políticos que envuelven a los escritores como una amalgama fusionada con la ficción.

Ka recorre las calles gélidas de Kars a fin de cubrir dos noticias: las elecciones de alcalde y una racha de suicidios de mujeres. El segundo tema, en apariencia alejado de implicaciones políticas, derivan en investigaciones policiales en su contra, para nadie es conveniente que se sepa que estas mujeres decidieron morir antes que negar su religión. De modo que, una buena parte del tiempo, este viajero debe responder interrogatorios, sobre la fuerza de su fe, sobre la ofensa que representaría publicar una noticia semejante. Y en medio de la persecución policial y de fundamentalistas –liderados por Azul-, Ka se encuentra siempre con la nieve, impecable, imponente. La nieve como manifestación divina en contraste con la mentalidad obtusa del hombre.

Este hombre vuelve siempre a la nieve, desde una ventana sucia, en puentes derruidos, como el devoto que acude a una imagen divina para escapar de la realidad prosaica construida por los hombres. Cuando más cerca se encuentra del infierno, más cerca vislumbra la idea de una paz proporcionada por ese ser que se erige como nuestro antípoda y, tal vez por eso, como bálsamo por creer en una entidad pura y perfecta, opuesta en todo a la sinrazón del mundo.

Dice Ka: “…mientras escuchaba los gritos y los insultos de los muchachos, cuyo volumen amortiguaba la nieve, sintió con tanta fuerza la lejanía de cualquier cosa y la increíble soledad de aquel rincón del mundo bajo la luz amarilla de las farolas y la nieve que caía, que descubrió en su interior la idea de Dios”.

Si bien Ka parece confinado, viajero atónito en un sendero finito, se abre ante sus ojos –o ante su conciencia- un recorrido por su propia concepción de ese pueblo al margen de la historia. El recorrido que emprende, por los confines de su conciencia, abre ante sus ojos entumecidos la geografía desconocida que yace dentro suyo. La nieve bloquea la posibilidad del retorno, pero lo interna en el mundo olvidado de esas nevadas de su infancia, del amor reencontrado diez años después. Bradamante, la guerrera de Calvino, emprende una travesía similar recluida al final de su vida en un monasterio, encerrada en su habitación, pero con la realidad ineludible de sus elucubraciones y de su amor, vivo en caricias impresas como un sello indeleble en la piel. Ka se entrega a este viaje sin motivos aparentes, con la nieve como una presencia imperecedera. Busca, tal vez, lo que ocurre sólo una vez en la vida: que nevara por primera y última vez en uno de sus sueños. Aunque ese sueño fuera, como dice Baudelaire, dulce como la muerte.

BOGOTÁ CON INDIFERENCIA

PUBLICADO EN SEMANA.COM. COLOMBIA.


L’Espresso publicó hace seis meses un análisis de las rutas de la droga a nivel mundial. Colombia, líder de la producción de cocaína, ostenta una cobertura de un ochenta por ciento del mercado. Sin embargo, se omitió en el diagnóstico un hecho alarmante. Paralelo a la producción de cocaína y marihuana, nos hemos vuelto un país altamente consumidor.

El aumento del consumo es ostensible y abierto. Basta una llave para llevar una porción de cocaína de un recuadro de papel a la nariz. En un bar cualquiera, al frente de todos. Las drogas son un ingrediente indispensable en una fiesta, pero lo son también en un fin de semana en una finca y en un paseo por el parque.

Cada grupo de amigos tiene el celular de un “dealer” a quien contactan a plena luz del día o basta con parar en la 85 abajo de la 15, o en la 86 con 14, y, como un mercado persa, el comprador podrá escoger entre una gran variedad de drogas que ofrecen de manera abierta.

El control de la policía es nulo y los jóvenes consumen sin la mayor preocupación de que los atrapen. Pareciera como si todos los esfuerzos se centraran en bloquear el tráfico hacia otras latitudes, mientras que aquí se consume cocaína en cantidades exorbitantes. No debería ser una sorpresa, si se tiene en cuenta que hay una circulación abierta de armas en los bares, objetos más difíciles de ocultar que dos gramos de cocaína.

De unos cinco años para acá, desde que se generalizaron los raves o fiestas de música electrónica, salta a la vista la presencia abierta de drogas locales como marihuana y cocaína. Sumado a esto, se ha generalizado la distribución de drogas foráneas como éxtasis, ácidos, popper.

Los raves no son el único escenario de estas sustancias sicoactivas. Es común que en los bares bogotanos se encuentren jóvenes desmayadas en el baño por un exceso de “pepas” y ya se acepta socialmente el consumo abierto de cocaína. Durante este año, varios extranjeros terminaron en la clínica en Cartagena por sobredosis. Algunos de ellos murieron.

Existe un ambiente de permisividad que estimula niveles de consumo fuera de control. Es normal, incluso, que algunos jóvenes pasen un período de tiempo en una clínica de rehabilitación. La noche bogotana produce temor, es una bomba de tiempo en la que confluyen cantidades ilimitadas de drogas, armas, licor y un gusto particular por las peleas. A pesar de que muchos se quejan porque no se ha legalizado la droga, porque hay limitaciones para el porte de armas, en realidad hay una ausencia total de control y todo eso confluye en las calles como si fuera ley de la República. Bastan quince mil pesos para comprar un gramo de cocaína y basta un bar cualquiera para consumirlo sin que a nadie parezca molestarle. El mundo de excesos de los mafiosos ha contaminado la vida nocturna de Bogotá, convirtiéndola, tristemente, en una especie de filme de narcos de bajo presupuesto.

TODO EN OTRA PARTE

PUBLICADO EN SEMANA.COM. COLOMBIA.

Les juro que traté de que me gustara. Hice el mapa con todos los personajes, conecté con flechas sus parentescos y traté de seguirle el hilo a la trama, anotando lo que iba pasando, en el margen de las páginas. Traté de pensarlo como una "burla a lo trascendental" como menciona Alonso Sánchez Baute en la cintica roja que ponen en la carátula, y como la autora misma lo dice. Sin embargo, tenía que hacer un esfuerzo de concentración permanente para no perderles el hilo a los dieciocho personajes que alcancé a identificar, quienes, al mejor estilo de Clase de Beverly Hills, resultan enredados todos con todos.

A lo largo de la lectura se me ocurrían paralelos con La cantante calva, y con Tristram Shandy, hasta con "La naranja mecánica" y con "Amélie", y pensaba que tal vez su ironía o el absurdo de las situaciones desbordaban mi mente cuadriculada. Yo, acostumbrada a la cómoda formulita de introducción-nudo-desenlace, yo, desconsiderada, déspota. Pero ese intento por burlar lo trascendental, creo que se vuelve una camisa de once varas donde el estilo trata de ser tan novedoso y tan avant garde, que ataca y ahuyenta al lector.

Debo admitir que me parece atractivo el tema: Carlota abandona a Julio y le avisa que se irá de viaje, pero que a su regreso le robará algo del apartamento, y al día siguiente, le dejará un regalo. La historia se publica al calor de los hechos, en el periódico Los Mundos. Llega un punto en el que el frenesí de la historia obliga a buscar un medio de comunicación más expedito: la radio. Entonces todos se enteran del devenir de los acontecimientos por la Radio Los Mundos. El recurso narrativo es ingenioso, nos recuerda los realities en su manera más rudimentaria: las radionovelas.

Muy ingenioso, pues la realidad de los personajes, de Carlota, de Jairo, de las azafatas, del hombre que está haciendo un perro, se vuelve ficción al imprimirse en el periódico a manera de relato o al transcribirse en la radio a manera de radionovela. Varios niveles de realidad, no hay nada reprochable en eso.

Pero creo que la autora peca por un uso desmedido de los recursos narrativos: los juegos de palabras se atraviesan como una reja a través de la cual el lector apenas si logra seguir los paseos de los personajes por calles desérticas y por la vida de ese barrio en el que una mujer toma en arriendo un apartamento a las doce de la noche, y un restaurante ofrece comida de avión. Estos datos extravagantes alertan al lector, llaman su atención y lo obligan a subrayar la frase con un signo de admiración al lado, pero las palabras opacan las acciones.

Al principio el relato evidencia las numerosas acciones absurdas que pueblan la vida diaria, fruto de nuestras neurosis, como contar cuatrocientos pasos hasta la tienda de la esquina o no usar la cocina por temor al fantasma que la habita. Es cierto, practicamos rituales absurdos, pero su hallazgo y exposición se vuelve en esta novela un imperativo en el que la trama parece quedar relegada a un segundo plano. El relato está salpicado de estos eventos, al punto de que empiezan a hacer turupes sobre la lisa línea narrativa. De una autopista, desembocamos en un camino de herradura, en el que cada alusión pintoresca y aparentemente normal de los personajes, desdibuja la trama y le resta verosimilitud.

En el relato, como dije arriba, un hombre está haciendo un perro, porque tiene un hueso, y como a los perros les gustan los huesos, entonces decide construirse un perro para darle el hueso. Cualquier parecido con Melquíades y su perol untado de metales derretidos, en busca de la piedra dorada, puede no ser pura coincidencia.

Y no me quedó claro por qué hablar de un hombre que hace un perro, o de una pareja cuya historia se transmite en directo en la radio, sea una burla a lo trascendental. Tal vez la autora entiende por trascendental algo más trascendental de lo que entiendo yo. De pronto mi perplejidad se debe a eso, a que tal vez no entiendo los chistes y las ironías que pueblan el relato. de pronto me quedo corta. Es muy probable, pues no está dicho que todos los lectores entendamos lo que quieren decir los narradores de las historias. Eso me pasó con Gulliver, por citar el primer ejemplo que se me ocurre, lo leí a los catorce años y no tuve ni la menor malicia de que era una parodia de la monarquía inglesa. En cambio en "La cantante calva" o en "Tristram Shandy" sí sentí que había un guiño, que el escritor patinaba deliberadamente en detalles que configuraban una burla abierta a lo convencional, más que a lo trascendental. Pues nada más trascendental que la triste vida que llevan Mr. y Mrs. Smith, con sus sopas más o menos condimentadas.

Quiero releer "Todo en otra parte", y gozarme el enredo tal vez deliberado de situaciones y de personajes, el exceso de datos pintorescos y absurdos, para convencerme de que tal vez no todo está en otra parte.

KUREISHI EN GETSEMANÍ

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El Hay Festival, recibió del 26 al 29 de enero a cientos de literatos y a apasionados por la literatura, en recintos como el teatro Heredia y el Claustro de Santo Domingo. Nadie volvió a casa sin el autógrafo garabateado de su escritor favorito, y nadie se quedó sin ver los conversatorios, ya fuera en el ambiente fresco de las salas o con la brisa marina que sopla al frente del teatro Heredia. Las pantallas gigantes compensaron a los espectadores que no consiguieron entradas.

Durante cuatro días Cartagena vivió una segunda temporada alta. Por las calles transitaban individuos blanquecinos, con el rostro enrojecido por el sol, casi incómodos de encontrarse con un sol demasiado agresivo para una piel acostumbrada a las nubes de la montaña. Pero sus maletas no contenían pareos y crema bronceadora, de hecho, pocos tocaron la arena de El Laguito con sus pies: sólo libros y cuadernos de notas ocupaban mochilas y morrales.

En el marco del festival, el arribo de Gabriel García Márquez aumentó el interés de los presentes, quienes habrían de conformarse con su presencia mas no con sus palabras: las declaraciones reproducidas en El Espectador, aniquilan las esperanzas de que el autor de El amor y otros demonios, dote de vida a los espectros que todavía pueblan su mente.

Su determinación de no escribir más, o al menos de no querer hacerlo en el momento, marca también el fin de una época que con seguridad recibirá nuevos escritores con sangre renovada.

Resulta interesante, empero, su interés por liderar iniciativas culturales. El primer día del Hay Festival, se llevó a cabo una reunión del consejo directivo del Instituto Caro & Cuervo, cuyo objetivo principal era incorporar a García Márquez en las filas de este estamento educativo. Si bien su pluma se ha detenido, al menos es claro que su determinación por adelantar proyectos en Colombia, sigue en pie.

Los pasados cuatro días permitieron la interacción entre escritores de reconocimiento internacional y literatos que comienzan sus primeras incursiones por el mundo del periodismo y de la ficción. El Heredia, reservado para los conversatorios con varios participantes, involucraba al público de manera activa y generosa. Desde los palcos se aventuraban preguntas y opiniones sesudas y otras disparatadas. La intervención de Laura Restrepo sobre su libro favorito, desató la furia de una mujer en un palco del segundo piso. En lugar de hablar del texto más hermoso, destacó unos cuantos que habían causado largas tardes de aburrimiento en su infancia y en su adolescencia, hasta el momento presente.

Uno de los textos, debido a las imágenes horrendas, era para ella digno de no ser leído jamás: se trataba de El Apocalipsis. De inmediato se encendió una luz y llego a manos de una señora el micrófono, -Yo sé que ustedes son personas muy importantes, pero con respecto a lo que dice Laura Restrepo, no sé qué tan cierto sea, o si ella alguna vez haya estudiado teología, para poder decir eso sobre un texto como El Apocalipsis, -dijo enardecida. Acto seguido, entregó el micrófono y abandonó el recinto.

Laura no tuvo más remedio que disculparse por no sentir deleite frente a ese texto, y aclaró que su intención no era la de ofender a nadie, pero ya la herida dama había partido. Después, como para componer la situación, otra señora unos cuantos palcos a la derecha, le preguntó a Laura por su libro favorito, en un perfecto tono de presentadora de Casa Club TV. El final de la sesión llegó sin el mal sabor de la señorita indignada y algún apunte de Laura desató una risotada final que dejó el sinsabor en el olvido.

Dentro de las murallas de Cartagena pasearon, pues, decenas de escritores, periodistas, de poetas y camarógrafos, con bermudas, o pantalones de lino, con marcados acentos argentinos, escoceses. Los unos chapuceando español, los otros desempolvando un inglés del colegio, despiertos hasta altas horas de la noche, y preparados al día siguiente para proseguir con la jornada.

La noche del miércoles, por ejemplo, se movía pausada en el Quiebra Canto de Getsemaní y pocos reconocieron en los ojos desorbitados que llegaron tarde, la mirada de Hanif Kureishi. Su pelo desordenado y gris avanzó por la pista de baile mientras los ventiladores rodaban sobre sus órbitas sin reconocer la inutilidad de sus esfuerzos. Los presentes no se abalanzaron como una jauría en busca de una firma del monstruo maravilloso que se paseaba escoltado por un anonimato que se prolongó durante horas. Ese mismo día, por la tarde, recordaba en el Santa Teresa las imágenes crudas de su novela Intimidad, la brutalidad con la que describe el amantazgo torpe de una pareja que sólo se reúne para llevar a cabo actos sexuales desesperados, cada uno aislado del universo del otro de manera irremediable. “Pero ya no soy así” decía, casi disculpándose por los horrores e infinitos dolores de sus personajes.

Tal vez alguno lo reconoce pero le otorga esta noche de anonimato en el Caribe, su semblante resuma inquietud y la voracidad de su mirada justifica cada línea atormentada y visceral. Se pasea por Cartagena con motivo del Hay Festival, aunque sus hijos gemelos de doce años -confiesa- lo despidieron con cierto temor ante la idea de irse a un país tan lejano y tan ajeno. Pero la realidad de esta Cartagena acogedora le ha confirmado que todo miedo era infundado.

Cerca de la plaza de Santo Domingo, solía pasear una figura menuda y frágil, tan distinta de la actitud fuerte e impositiva de Hanif Kureishi. Avanzaba Vikram Seth con tranquilidad y su rostro de rasgos indios casi lo camuflaba en la multitud. Se abre paso sin prisa, como lo hiciera Julia en Una música constante.

Los conversatorios del Hay Festival de Cartagena produjeron diálogos agudos y una comunicación fructífera con el público, pero los encuentros más afortunados tuvieron lugar entre un evento y otro, en un breve paseo sobre la muralla, en un café, en un hall de hotel. Bastaría recordar a Marco Schwartz recitando versos en un taxi mientras decenas de caballos trancaban el tráfico.

El tedio derivó en risotadas cuando se unió al soundtrack del taxista, un reaggetón de Daddy Yankee, no tuvo recato a la hora de rapear el poema que llevaba por la mitad. Estos momentos de descanso en medio de un festival lleno de programas y de actividades permitió una verdadera comunicación entre los escritores invitados y los paseantes desprevenidos que terminaban por casualidad tomándose una limonada con Laura Restrepo o un mojito en Café del Mar con Vikram Seth.

ROSARIO ENMASCARADA

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Jorge Franco vio en Flora el rostro de Rosario Tijeras. Esa imagen borrosa cobró forma y nitidez cuando la tuvo al frente. La vio y confirmó su presentimiento con las imágenes del filme: era ella, la misma que recorría los bares de Medellín con sus tacones altísimos y sus faldas corticas, la que enloquecía a los hombres y los despedía al otro mundo con un beso mortal.

En la revista Pie de Página revive la satisfacción que significó para él la hechura de la película y el impacto que le causó tener al frente al fruto de su mente, a esa mujer implacable. Habla como si aludiera a una revelación inesperada y grata: era ella, repite como una plegaria.

“Siempre he dicho que cuando escribo, incluso cuando leo, veo a los personajes como si estuvieran detrás de un vidrio empañado (…) Diré con mis propias imágenes que Flora se acercó al vidrio empañado y pasó su mano por el cristal para mostrarme que ella es Rosario Tijeras”.

Imagino a Jorge Franco sentado en una fila cualquiera del cine, espectador mudo de ese texto que aparece en la pantalla a manera de mujer. Con un aura de ángel maldito, describe Franco a Rosario: “Del humo y las luces que prendían y apagaban, (…) emergió Rosario como una Venus futurista, con botas negras hasta la rodilla y las plataformas que la elevaban más allá de su pedestal de bailarina” y así prosigue el escritor, ahora espectador frente a su creación, “…con una minifalda plateada y una ombliguera de manga sisa y verde neón; con su piel canela, su pelo negro, sus dientes blancos, sus labios gruesos, y unos ojos que me tocó imaginar porque bailaba con ellos cerrados…(92)”.

Falta que, en este idilio, Flora salte de la pantalla y se escape con él del teatro, como Cecilia y Tom Baxter en “La rosa púrpura del Cairo” de Woody Allen.

La Rosario que Franco contemplaba detrás de ese vidrio empañado, es ahora carne que habita el cuerpo de Flora.

Ciertas escenas son sobrecogedoras, es cierto, como la velación del hermano de Rosario. Todo es tan brutal, tan grotesco, y a la vez tan verdadero, montados en ese carro, con el cadáver con gafas oscuras y la grabadora gigante al lado. Recuerdo también las calcomanías del Atlético Nacional que Rosario le pega a la lápida y que doña Rubi despega furiosa. –Es para que el Johnefe se de cuenta de que me acuerdo de él, -le dice Rosario mientras doña Rubi las arranca con un cuchillo.

Pero el cuento de hadas que Franco relata en Pie de Página, se vuelve triste realidad cuando aparece la deseada Rosario en la pantalla. La mujer dura y arrobadora del libro, abandona la realidad creíble de las palabras y penetra la pantalla de cine en una Medellín hecha de imágenes acartonadas.

El escenario que construyen en la película se cae a pedazos, el espectador pierde el canal de comunicación con los personajes como si se desplomara un foco o como si se viera la cara del actor detrás de la máscara. Ya uno se acuerda de que todo eso es ficticio y de que al final de la función se encontrará uno con los actores tomando tinto. A lo largo de la película aparecen gazapos como manchas de tinta en un manuscrito.

Cada frase que sale de la boca de Antonio, es un intento infructuoso por disimular el acento peninsular que brota por cada uno de sus poros. Un paisa con acento español es poco menos que creíble, sumado esto a la música y a la ropa del 2005 en una Medellín de 1983. Esto, y usar Pedro Navaja en un montaje de La Ilíada, son cosas que se parecen.

El encantamiento se destruye de inmediato: no hay más que marionetas mal manejadas, con el maquillaje corrido y movimientos caricaturescos.

Ese detalle, como las placas amarillas de los carros (sobra recordar que en los ochentas eran blancas) y el house noventero de Aquarius, bastan para creer que la historia de Rosario se hizo de prisa, tal vez demasiado de prisa.

Rosario, la Rosario amada por Franco, la mujer inasible de la novela, se mueve ahora por un escenario de teatro en el que a nadie parece importarle que la farsa sea abierta y desvergonzada.

Él prefiere que juzgue su corazón, cuando se refiere a la película, pero debería escuchar a Antonio cuando le dice “¡El amor aniquila, el amor acobarda, disminuye, arrastra, embrutece! (87)”.

Su conclusión en el artículo de Pie de Página no podría ser más elocuente, “Es posible que mi vínculo afectivo con la historia haya puesto un filtro benévolo ante mis ojos al momento de juzgar la película. Es posible pero no me importa. Uno no juzga lo que quiere con otro criterio que no sea el del corazón”.

MAYORÍA GANA

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Cuando me llegó un correo electrónico en el que anunciaban consternados la muerte de la HJCK, recordé la determinación de hace algunos años de la ex ministra de cultura, Consuelo Araújo. Propuso un día cortar la financiación a Jazz al Parque, al Festival Internacional de Teatro, entre otros. Su tesis partía, en ese entonces, del hecho de que el jazz y el rock no son autóctonos, por tanto, todo el presupuesto se destinaría a manifestaciones culturales nativas, como el Festival Vallenato.

Leí el correo enviado por El Malpensante y todavía me costaba asimilarlo: suena a ultraje que una emisora donde Gabo leyó un capítulo de Cien años de soledad, donde reposan conversaciones con Borges, con Neruda y con Jattin, huya despavorida al ciberespacio. Su lugar, el que ha ocupado 55 años, se llenará de ayombes y compaes. No tengo nada en contra del vallenato, pero, dado que ha ocupado cada rincón capitalino, sería apenas justo que hubiera una especie de “zona no vallenateros”. Y puede indignar a más de uno que haya que justificar –cada vez- la presencia de Chopin, de Stravinski, de Louis Armstrong, de Aretha Franklin, de Charlie Parker, en una emisora colombiana.

Y hay que enaltecer su relevancia, uno se siente en la necesidad de defender su existencia, sólo porque no genera un rating del 50 por ciento, sino un porcentaje modesto de los radioescuchas en Colombia. Sí, son una minoría, y sí, el vallenato seducirá una franja más grande de público, pero todo esto genera una sensación incómoda frente a la transacción, porque, culto o popular, se trata del esfuerzo de un grupo de personas que ha luchado durante cinco décadas para mantener en el aire una selección depurada de música clásica con la participación de expertos en cada género. Incentivan, además, la creación de emisoras culturales a pesar de la dificultad evidente que representan.

Las emisoras regionales se suman a la empresa mediante tertulias radiales, lecturas de cuento y de poesía, siguiendo el ejemplo del fundador de la HJCK, Álvaro Castillo Castaño. La iniciativa de “Cien tertulias radiales suenan en Colombia”, por ejemplo, tuvo como ganadores a Custodia Stéreo de Inírida, Guainía; a Hacaritama Stereo de Ocaña, Norte de Santander; a Emisora Inga, de Kamentsa Sibundoy, Putumayo, entre otros. Esto habla de la necesidad nacional de que una voz convoque y lidere, porque la influencia de la HJCK supera los confines capitalinos y su persistencia se agradece.

Al igual que se agradece la terquedad de la Revista El Malpensante o de la Editorial La Carreta: se empeñan en sacar adelante un proyecto para el uno por ciento. El 99 por ciento de los lectores ni sabe que existen, pero ese uno por ciento agradece su persistencia a pesar del escepticismo imperante.

Caracol bien podría perdonarle la vida a la HJCK: dentro de su conglomerado de 100 emisoras propias -52 en FM, y entre asociadas y afiliadas otras 62 en más de 20 ciudades- podría fortalecer y difundir una emisora que no está en crisis como la HJCK, como emisora cultural en Bogotá.

A pesar del desmoronamiento de su proyecto vital, Álvaro Castillo parecía entusiasta en la entrevista que concede al El Tiempo el pasado 25 de octubre. Las frases reiteran su júbilo con una insistencia casi caricaturesca, como la risa fingida que deriva en una inevitable mueca de dolor. Se habla de proyectos futuros, de una renovación, de una apertura hacia el mundo: “No habría razón para el pesimismo en una persona que a mediados del siglo pasado peleó contra viento y marea para abrir un espacio cultural en la radio y que, a fuerza de insistir, logró consolidar como decana de este género a la “HJCK, el mundo en Bogotá”.

Eso me suena al “no me pasa nada” de las mujeres: en realidad quiere decir “me pasa todo”, y Ricardo Alarcón, gerente general de Canal Caracol, debería apostarle a una opción cultural arraigada, en lugar de sacarla del aire.

El dial de la HJCK, 89.9 de FM, ahora será una estación de vallenatos, como un intento del grupo Prisa –comprende varios medios de comunicación en España y en América Latina, entre ellos Caracol- por competirle a 88.9, nueva estación especializada en vallenatos. El imperativo de este grupo, respetar y fomentar los canales de comunicación culturales de los países que cobija su manto, parece pasar a un segundo plano. Erradicar una emisora con la trayectoria de HJCK puede aumentar el raiting de radioescuchas, pero el público que la sintonizará en internet cambiará –el que pone la radio mientras lava los platos no es el mismo que se conecta a internet-. La revista“El Malpensante” anticipa que los especialistas en cada tema, declinarían su colaboración si se vulnera el espacio de sus oyentes.

Hacer de la HJCK una emisora por internet, únicamente de internet, la saca de su hábitat a cambio de una fórmula comercial poco amable y bastante impositiva.

Creo que es una gran ventaja que todos puedan oírla por internet, yo, por ejemplo, no tengo radio ni grabadora ni equipo porque sólo utilizo archivos de mp3 y el hecho de que la HJCK estè en internet me permite acceder a ella. Sin embargo, el punto grave es que entra a un medio de menor “categoría” y lo hace por segregación, porque les pareció más rentable poner vallenatos en ese dial. Es como si retiraran los clàsicos de las librerías a cambio de colgarlos en internet, para llenarlas de libros de superación personal. Es útil para todos poder leer los libros gratis y desde el computador, pero que no se los expulse del lugar al que siempre han pertenecido.

El tiempo se acaba y los preparativos para expulsar el jazz y el blues del 89.9 de FM siguen en pie.

En este país del Sagrado Corazón se ve de todo, cines gigantes y coliseos que se vuelven centros de oración Fuerte al Espíritu Santo, ministras que desprecian el jazz y el rock por no tratarse de manifestaciones culturales autóctonas. Ocurre hasta que una emisora con una programación cultural depurada, una luz en el desierto, se homogeniza en este régimen de Diomedes.

La predominancia del arte chino en la Revolución Cultural, la represión durante el socialismo en la Unión Soviética, la italianización de todos los libros y términos ingleses durante el fascismo en la bota itálica: estos momentos se asemejan a la colombianización a ultranza de toda manifestación musical en la radio. ¿Será una coincidencia? No seré yo quien lo diga, que lo diga la inmensa minoría.

LA INMENSA MINORÍA

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Álvaro dice que muy maluco el aborto, que más bien no. Lo dice él, en representación de cuatro decenas de millones de personas. No hay nada de malo en que no le guste el aborto, ni que estuviéramos en un Estado totalitario que impone lo que la gente tiene que pensar. Como no es así, yo digo hoy que no me gusta que el aborto sea un delito en Colombia. El editorial de El Tiempo es revelador (no siempre se tiene la claridad necesaria y deseada frente a ciertos temas): el 0.5 por ciento de la población mundial vive en países donde el aborto es un delito. Y nosotros estamos en el paquete “elite”. Muy bueno, dirán algunos, dada nuestra inclinación por todo lo exclusivo, por lo “vip”. Entonces excelente que estemos dentro del 0.5 por ciento.

Y claro, los del vulgo, los que dicen que muy maluco tener un hijo por cauchorroto, tienen que “bajarse del bus” cuando se presenta la ocasión en la que hay que abortar. Vale 600 mil pesos en la Cabrera, 300 mil en Teusaquillo. Qué rico poderse uno gastar eso en libros, en peluches, en tres meses de pilates, pero hay que pagar porque no es legal y como no es legal, hay que pagarles a los médicos que amablemente se prestan a esta práctica no legal.

Porque no es que las colombianas no aborten, sí abortan, siempre y cuando tengan la suma requerida. Y se toman también la pastilla del día después.

Pero claro, nos toca hacerlo como si fuéramos criminales, como si eso se equiparara a robar o a acuchillar a alguien. “No le diga a nadie que fue un aborto inducido sino espontáneo”, “no llame acá porque los teléfonos están chuzados por la policía”… es toda una aventura digna de la cosa nostra. Y lo único que hacen las mujeres que abortan es decidir que todavía no, que la Iglesia no tiene por qué metérsele en las cobijas y decidir cuándo es que deben parir, cuándo deben ser madres y con quién. La Iglesia, y ahora (aunque siempre ha sido así), el presidente.

Para las mujeres que tienen 600 mil pesos, que pueden conseguirlos sin problema en una semana, no hay mayores complicaciones, el problema aparece cuando una mujer queda embarazada y pertenece al grueso de la población que apenas si puede vivir con lo que gana. Ahí le toca apelar al plan B, al de los centros de abortos que se camuflan como almacenes de variedades, “misceláneas”. Porque uno nunca sabe, qué tal un allanamiento…

La situación de los centros ilegales de aborto se describe a la perfección en una crónica de SOHO de hace un par de meses. Y las imágenes son todo menos tranquilizadoras.

Se habla de matronas, de prescripción de pastillas sin la presencia o aprobación de un médico, de ganchos de ropa, de mujeres que mueren desangradas. Y todo porque a los hombres se les ocurrió que cuando toca, toca, y si quedó embarazada le tocó asumir ese destino con resignación, ya no más universidad, mamita, ni doctorados porque mi Dios determinó que es hora de formar una familia. Y cásense así no quieran, así una ya no esté tan enamorada y le de jartera casarse con ése.

¿Cuál es el temor a legalizar el aborto? ¿Que se asuma como método anticonceptivo indiscriminado?, ¿que el dios cristiano nos mande un rayo que achicharre a toda la población colombiana? En cualquiera de los dos casos, es decisión de la mujer que aborta. Ella verá si asume su sexualidad con responsabilidad o si quiere abortar cada tres meses hasta quedar estéril, con el espectro de matices que recogen estos dos extremos. Porque el caucho roto, no es sinónimo de irresponsabilidad, sino de mala suerte; lo mismo pasa con las promesas que se rompen en “el acto”: -mi amor, te juro que no me vine adentro-. Como también está la pareja que decide jugar al biorritmo hasta que coincide un espermatozoide con un óvulo y lo fecunda.

Y con respecto a la achicharrada divina, pues yo, por lo menos, tengo intacta mi cabellera al abordar estos temas. Será porque en eso no creo, y si no se cree, es como si no existiera.

El otro tema en torno al aborto, es la estigmatización que sufre la mujer que osa cometer semejante crimen. El repudio social no se hace esperar, como ocurrió en Pamplona, en el caso de las estudiantes que humillaron y expulsaron por abortar. Seguro que su motivo era que “primero hay que terminar los estudios”, pero ni modos porque las echaron.

Sorprende confirmar la fuerte influencia del legado católico en la mente de los colombianos. Ante la voz de “aborto” o “divorcio” o “izquierda”, arremeten como si se les hubiera mentado la madre. Se persignan asustados y ruegan porque ninguno de los suyos caiga en tentación. Cuestionar siquiera el aborto es una ofensa para la mujer, se están subestimando sus criterios morales y se las (nos) trata como señoritas de costurero, cándidas, tontas.

Justamente Álvaro, con esa esposa crítica y altiva, debería sentar un precedente de respeto a las mujeres. Si lo que busca es ganar popularidad de las grandes franjas creyentes para garantizar su reelección, está, como dicen “miando por fuera del tiesto”.

POESÍA CON BRÓCOLI

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Desde el parqueadero se oye la voz de una mujer que despierta carcajadas permanentes en el escenario. Al subir las escaleras se identifican algunos gritos aislados del público, -¡que vivan las gordas!, -¡abajo los hombres!-. Los aplausos son avasalladores y todos piden en coro –¡otro!, ¡Otro!, ¡Otro!- Las bandejas con mango biche se pasean por las graderías atestadas. Pasadas las ocho de la noche, la media torta del Cerro Nutibara sigue a estallar, todo el monte cubierto de espectadores.

La afluencia de fanáticos en el festival de poesía de Medellín sugeriría una tradición secular de lectores. Ésa tenía que ser la única explicación frente a la devoción con la que cientos de personas permanecieron durante horas en un hacinamiento de horas sólo por oír unos cuantos versos.

Vitorean, las mujeres aplauden de pie y lanzan gritos que celebra Gioconda Belli. Nadie quiere irse del Cerro Nutibara, piden que siga el show y una decena de poetas permanece en sus sillas rimax en el escenario. Pero, después de unos minutos, reconozco que su devoción por los poetas, los gritos, todo sería igual si se tratara de Juanes. Las consignas no invitan a la poesía, sino que claman por prolongar el entretenimiento.

La poeta nicaragüense prosigue. –Yo escribí este poema porque alguna vez leí una receta de la mujer perfecta, pero me pareció que hacía falta que nosotras hiciéramos una sobre el hombre perfecto-. Las carcajadas la obligan a callar un momento y su rostro enrojecido y satisfecho llega hasta la última fila gracias a las pantallas gigantes. Tal vez no están aquí para ver a Gioconda Belli, tal vez nunca antes habían leído sus poemas y, aún así, le entregan el alma como sólo el groupie más fiel podría hacerlo.

El desencanto devela la realidad: todos ellos no siguen la poesía, siguen un plan cualquiera de sábado por la tarde. Y no es que uno tenga que ser experto para disfrutar del teatro, del cine o de la poesía, pero la devoción de este público conmovido hasta las lágrimas por frases más bien efectistas de un feminismo trasnochado, parece una caricatura, sinónimo de una devoción falsa.

Antes de empezar su intervención en el parque Lleras, un poeta argentino afirma estupefacto que la afluencia de gente le parece seña de realismo mágico. En su tierra está acostumbrado a un público de 3, 4 personas. En este caso no lo vitorean, ni claman por más. Será porque se les hace aburrido que un poeta se siente en una silla a leer sus poemas, nada más. Más interesante Gioconda, que sí hace reír.

Las palabras de Andrea Cote se mezclan con “Atrévete, te te, salte del closet, quítate el esmalte que nadie va a retratarte, destápate, ponte hyper”, proveniente de un bar.

También ahí se pasea el mismo vendedor de mango biche y varias mujeres aprovechan para ponerse el hilito de moda en el pelo. Se parece más a un paseo por el parque, sólo que hay un evento, un Festival de “Poesía y Canto”.

“Éste festival es el que más presupuesto tiene del mundo, con esa plata deberían hacer una editorial y publicar a todos los poetas que andan por ahí mendigando en las grandes editoriales”, dice uno de los participantes. Magnífica idea, pero la euforia por el Festival de Poesía, es más porque es un festival, no tanto porque sea de poesía.

Esto lo prueban los índices de lectura en Colombia y el porcentaje de lectores de este género literario. Lo mismo ocurre con el Festival Internacional de Teatro de Bogotá: la mayoría de los espectadores van a cinco obras y no vuelve (volvemos) a pisar una sala en los siguientes dos años.

Se trata del mismo impulso que lleva a un individuo a hacer dieta: la determinación le alcanza para dos semanas al año y luego regresa a las pizzas de Archies. El Festival de Poesía es avasallador, pero es flor de un día en la cotidianidad de sus espectadores. Eso de comerse unos brócolis hervidos y una tajada de pollo insípida ya sabe a papel después de unos días. Y eso de cambiar los hábitos lectores es una tarea aún más engorrosa.

Ojalá que algún día esos mismos espectadores oyeran o leyeran a Gioconda Belli y prefirieran los versos sabios del poeta Daddy Yankee: “Esta noche contigo la pasé bien pero ya me enteré que te debes a alguien, Y tú fallaste, pero ya es tarde, lo que pasó, pasó, entre tú y yo. Es una asesina ella conlleva a la medicina engañadora que te envuelve y te domina, una abusadora como sabe te enamora y si no tienes experiencia te devora”. Y es que no hay que ser boricua para que un reaggetón conmueva hasta las lágrimas, si no, que lo digan los asistentes al festival de poesía de Medellín.

CARTAGENA: EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

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La fotografía en El Tiempo del 21 de noviembre es elocuente: la reina popular de Cartagena es casi una mofa, una burla abierta, comparada con el reinado nacional de la belleza. Y es una metáfora, también, de esa ciudad dividida entre amos y esclavos.

Traigo a colación el reinado de belleza porque es en estas celebraciones cuando se nota con más fuerza la diferencia dramática entre la sociedad intra muros y la sociedad extra muros de Cartagena. Nunca una muralla había dividido de manera tan cruel a una sociedad de herencia esclavista: allá los negros, acá los blancos. Allá la reina de los pobres, acá el glamour de la burguesía.

Todos lo piensan, pero nadie lo dice: ese reinado de los pobres es una versión grotesca y carnavalesca del donaire que se respira en el Centro de Convenciones. Desde sus tacones gastados, ella pareciera tocar el cielo. Su esbeltez es sólo el resultado de una alimentación precaria. Una belleza como la de ella en ese barrio no es el pasaporte al mundo de la farándula, sino al de la prostitución. Pero ella -sin intención de caer en la demagogia barata- cree que el país la ve con los mismos ojos y que no repara en su vestido humilde y en el barro que le unta los zapatos recién embetunados.

PUBLICIDAD Hace pocos días se eligió Miss Colombia y un par de lectores de Semana.com pusieron el grito en el cielo por la naturaleza precaria y pretenciosa de las preguntas que les hicieron a las finalistas. Creo que, primero, en certámenes de esa naturaleza se puede exigir poco en materia de agudeza mental -no se trata de una competencia de matemáticas, sino de belleza-; segundo, la desproporción real reside en asumir las diferencias sociales de manera tan natural. Acá los desfiles fastuosos (financiados más de una vez por dineros mal avenidos) y allá la "negramenta con sus trapos malolientes". Porque esos términos le oí usar más de una vez a un cartagenero encumbrado.

En una visita corta a esta ciudad, la situación se logra camuflar bastante bien. Poco se alcanza a ver en una estadía de un par de semanas: el centro histórico parece detenido en el tiempo, con sus balcones y con los faros de luz tenue.

Uno podría hasta formarse la idea de una sociedad equitativa, justa, al encontrarse por la calle con morenas hermosas bailando el sanjuanero y el mapalé. Puede que hasta uno se tome una foto con alguna palenquera y su batea llena de frutas frescas. Y puede hasta producir asombro ver la afluencia benéfica de extranjeros en un país proscrito. Puede que pase, puede que uno se forme esa imagen, porque es la Cartagena que han inventado para los extranjeros. Es el paraíso del Caribe.

Sus cimientos se hunden, sin embargo, en una ciudad rodeada por cinturones de miseria que quintuplican el tamaño del centro histórico, en un turismo centrado en la prostitución y en el consumo de drogas, en una sociedad colonial anclada en un trozo de Caribe. Permanecer en Cartagena más de tres semanas, abrirse paso por sus calles aun en temporada baja, deshace el hechizo: no pocas de las niñas que se agitan al ritmo del mapalé en realidad son prostitutas. Ocurre lo mismo casi con cualquiera que atraiga la atención de un extranjero, así sean meseras o mucamas. Muchas de las mujeres de minifaldas ínfimas y piel morena que pasean con un extranjero de unos 50 años son prostitutas, y varios de los hoteles que hay justo detrás de la afamada Plaza de Santo Domingo flexibilizan sus servicios, de manera que por 5.000 pesos un turista pueda acceder a una habitación modesta con su morena de turno.

Lo más extraño reside en la aceptación de la sociedad cartagenera, en el silencio permisivo frente a lo inocultable. Se habla de planes turísticos que se contratan en websites que ofrecen "the whole package" (el paquete completo) y esto incluye drogas y prostitución. Se habla, con miedo, de redes de italianos envueltos en todo tipo de negocios sucios.

Esta ciudad incrustada en el Caribe ofrece una segunda colonia en la que los blancos tienen derechos sobre las nativas. Ellas, urgidas por abandonar esa realidad de hambre, de segregación y de prostitución, se entregan sin miramientos, por unos pocos dólares, y tratan de complacer a los extranjeros al punto de que se las lleve con ellas a su país de origen. Cualquier parecido con Cuba o con Tailandia no es pura coincidencia. El turismo sexual es una realidad en Cartagena, y las mujeres provenientes de los barrios más humildes convencen a sus hijas de 11 y 13 años de que "está bien eso de complacer al extranjero", para que de pronto se las lleve bien lejos de ese infierno.

Es claro que esta no es la Cartagena del reinado de belleza, ni la Cartagena de las dos semanas de mar y de limonada de coco. Un sistema cruel e inequitativo rige esta sociedad concebida para el bienestar de los blancos y para el servilismo del resto de la población. Por eso no extraña que el recién elegido alcalde Curi haya convencido a sus votantes con una bolsa de mercado y con un ventilador. Y lo hace sin el menor recato, porque sabe que en vano irritaría sus cuerdas vocales recitando su plan de gobierno ante un pueblo iletrado y desnutrido. Más fácil dándoles lo que nunca han tenido: un poco de comida y electrodomésticos que ni siquiera podrán conectar en sus cambuches hundidos en la basura y en el barro.

De repente todo nos parece una broma de mal gusto, y quisiéramos pensar que el reinado popular de belleza es sinónimo de la integración cultural de las dos cartagenas. Quisiéramos pensar que todo es una pesadilla o, a lo sumo, el sueño "demasiado creativo" de una niña en una tarde soleada. Pero no, no es Alicia soñando con el país de las maravillas donde toda lógica se subvierte. Esa sociedad atrasada e hipócrita es una realidad que se cae por su peso.

ÉSTE NO ES UN ORGASMO

PUBLICADO EN: SEMANA.COM. COLOMBIA.


La película 9 canciones, 9 orgasmos cumple la misma función del orinal de Marcel Duchamp. Más que instaurarse como una obra de arte, parece un manifiesto vanguardista que revalúa los preceptos acartonados que limita al cine desde sus cimientos. Su logro, inmiscuirse en la cama de una pareja, desde cuando se desnudan, hasta cuando llegan al orgasmo. Considero que su fuerte radica en el tiempo que destina a los encuentros sexuales de la pareja protagonista, pero no creo que la historia alcance niveles artísticos que superen la intención contestataria de Duchamp al colgar un orinal en un museo.

Pero ya es mucho alcanzar la categoría de manifiesto y replantear ciertos aspectos del cine. La realidad exige menos artificio en las representaciones y este filme hace un quiebre ostensible. Se evidencia que no sólo las agencias inquisitoriales vetan las escenas de sexo en las películas: los directores mismos omiten ciertas escenas que pueden incomodar a la audiencia. De modo que impera la inverosimilitud, donde los “héroes” parecen muñecos de plástico que no sudan, no orinan, no comen, y cuando tienen sexo, se escudan en el pundonoroso desvanecimiento de la imagen.

Es paradójico que estos vetos se hayan superado en literatura hace tanto, tal vez porque las palabras, acompañadas de la lectura solitaria, pueden proporcionar un nivel de intimidad mayor, sin confrontar al individuo a la franca desnudez al lado de decenas de espectadores desconocidos.

Somos presa de nuestro pudor y vetamos en el cine, la representación de una buena parte de nuestros conflictos, de nuestra cotidianidad. Ese pedestal que endiosa a los actores, obstaculiza el desarrollo de personajes reales. Por eso me parece importante este experimento en el que se le dedica tanto tiempo a una conversación, como a un encuentro sexual. El director afirma que el sexo es parte integrante de una relación de pareja y no comprende por qué habría de prescindir de eso.

Al impregnar todo el filme de escenas de sexo, resulta imposible erradicarlas todas: si iban a amputarlas, habrían dejado 20 minutos de historia. La versión disponible en cuatro cines club de Bogotá dura una hora y 10 minutos, pero la versión completa ya circula de manera clandestina. Tal vez el veto es el mayor estímulo para despertar el interés sobre una película y evidencia que es necesario mermar el temor frente a tomas de encuentros sexuales, como si todavía nos rigiera una mentalidad retardataria.

Ampliar el espectro, hacer que los personajes orinen, que tengan sexo en la pantalla gigante, desestabiliza al espectador porque rompe ciertas normas implícitas del decoro.

Su mérito radica en dilatar la frontera entre erotismo y pornografía. Las escenas son espontáneas y desprovistas de malicia, por eso resulta casi natural ver lo que ya hemos vivido tantas veces. Los personajes tienen sexo en realidad, y hay numerosos close ups de penetraciones, de orgasmos y de sexo oral. Pero todo esto está libre de morbo, cosa que amplía las fronteras del séptimo arte en su intento por inmiscuirse en la cotidianidad.

Si un actor puede sentir desolación mientras hace llorar al personaje que encarna, entonces es apenas natural que sienta placer cuando besa a otra actriz o cuando su personaje tiene un encuentro sexual. Después de dar ese paso, nos preguntamos cómo hicimos para hacer filmes sin una parte estructural del hombre. Nos sentimos avergonzados por permitir que las camándulas y las parroquias impongan parámetros monacales en una película sobre una relación de pareja. Si 9 canciones, 9 orgasmos nos hace sonrojar, nos avergonzará recordar que Boccaccio ya había recreado la vida libertina en un convento hace siete siglos.

EL SENTIDO QUE PINCHA

PUBLICADO EN: SEMANA.COM. COLOMBIA.

Los inmigrantes mexicanos se aventuran por el desierto, en travesías que duran varios días, huyen despavoridos de una tierra que los ahuyenta con su silencio. Prefieren ser empleados de supermercados, recoger y distribuir carne a las 4 de la mañana, barrer los baños de los restaurantes en Estados Unidos, antes que volver.

Lo que ocurre allí es sólo un síntoma de la migración que ocurre en todo el sur del continente. Más en unos países que en otros, pero la situación es igual de dramática y fuera de control. Se habla en Colombia de cuatro millones de inmigrantes, dentro de los cuales podría haber un millón de profesionales radicados en otras tierras, dada la imposibilidad de ejercer su profesión acá. Los médicos y los abogados llegan a países del primer mundo y asumen su condición de bachilleres (tienen que volver a estudiar allá para que validen sus títulos) y se dedican a curar y a defender a norteamericanos, a españoles, a italianos, sin que nadie acá suene las alarmas.

La revista literaria New Yorker relata hace unas semanas la historia de un peruano que decide irse a Estados Unidos porque recibe una “Green Card” como premio de una lotería. Lo único que le dice a su madre antes de entrar a Inmigración es “No sé por qué me voy”. Los permisos de trabajo se rifan en América Latina como si se tratara de bonus que el Gran Hermano les otorga a la masa que clama por poder vivir y trabajar en Norteamérica. Y sería una estupidez recibir ese bonus y rechazarlo. Por eso, este hombre viaja con su esposa. Ambos trabajan durante años como empacadores en un

supermercado.

Es cierto que muchos cortan su vida de un tajo y se van a Estados Unidos porque eso es lo que manda la sociedad, porque no perseguir el ‘sueño americano’ es perder el tiempo, porque sólo nacemos y crecemos en países como Colombia, México, Venezuela, para prepararnos para competir por una visa y vivir “un verano en Nueva York”. Todos nuestros esfuerzos se enfocan hacia ese objetivo, porque ni siquiera contemplamos la posibilidad de hacer acá más que un pregrado –una maestría en Colombia es inútil–. Todos, con pocas excepciones, queremos irnos. No nos sometemos a medios tan extremos como los balseros provenientes de Cuba, como los mexicanos que se exponen a los francotiradores en la frontera, no botamos a nuestros hijos al agua para distraer a la guardia costera italiana mientras abandonamos Albania. No, pero creo que es sólo porque Colombia no limita con Estados Unidos.

Huimos de nuestros países presos del temor, para encontrar sólo hostilidad y muros en esas naciones que consideramos un asidero. Haya dictaduras o no, haya gobiernos de extrema derecha o de izquierda panfletaria, haya censura de prensa o niveles de violencia, de pobreza y de desempleo alarmantes, todos quieren migrar. Todos quieren dejar de ser “nativos” para volverse “forasteros”. Y un muro sólo evidencia las verdaderas intenciones de Estados Unidos con esos países que llama “amigos” cuando trata de firmar con ellos tratados de libre comercio.

Los inmigrantes, cuyo destino debate estos días el Senado estadounidense, han abandonado sus tierras porque ya nada es seguro, ni siquiera sus propias vidas. Recuerdo el inicio de un artículo en Newsweek, decía que uno sabe cuándo su país se va a desmoronar cuando no puede estar seguro ni en su propia casa. Si fuera así, habría que reconocer que Colombia no es más que boronas, no es más que millones de individuos prestos a dejarlo todo sólo para encontrarse con un muro, más o menos soterrado que el que pretende dividir a México y a Estados Unidos.

Sara Endrizzi, habitante de Mezzolombardo, un pueblo al norte de Italia, recuerda esos días en los que no había albaneses feos, mal vestidos y ladrones. –En esos tiempos, podías salir a pasear por la noche e ir a comer un helado sin miedo de que te robaran el celular–. Como resultado de su percepción, a todos los albaneses se los trata de ladrones (los que llegan a costas italianas como polizones suelen robar tomates y patillas de los huertos para sobrevivir) y sólo pueden firmar contratos de arrendamiento a cuatro años. Su ropa, lejos de alcanzar los estándares Armani, los delata a la distancia y los expone al repudio de hombres que escupen en la calle y les gritan en dialecto trentino –¡gitanos de mierda! ¡Vuelvan a su casa que no queremos que nos contagien de sida!–”.

Y así, una gran mayoría de los habitantes del primer mundo trata a los del tercero como si se tratara de un intruso en una propiedad privada. Es curioso que miren a los latinos con desconfianza. Les interesa que haya tránsito de personas y de mercado de allá para acá, pero impiden con indignación el ingreso de suramericanos a sus ciudades. Está claro que estamos en el “sentido que pincha”, del peaje. Y así paguemos lo requerido, así hagamos filas eternas frente a la embajada estadounidense, así tengamos que sonreír frente a un funcionario francés de la embajada que no pareciera saber que la lengua nacional de Colombia es el español, así permitamos que la Policía de inmigración nos esculque hasta los intestinos, nunca dejaremos de ser una amenaza. Ojalá que quienes buscan visa para vivir el ‘sueño americano’ no tengan que regresar con el rabo entre las piernas, y tal vez con la respuesta que no supo responder el peruano: ¿por qué me voy?

MUJERES VENCIDAS

PUBLICADO EN: SEMANA.COM. COLOMBIA

La mejor forma de llamar la atención es empelotándose. El desnudo de los famosos llena las cuentas bancarias de los paparazzi en el mundo entero porque el público pagará siempre por confirmar, tal vez, que sus ídolos tienen los mismos pechos y las mismas llantas que ellos. Así confirman que ellos también son humanos. Frente a un hombre en pelota en una manifestación, lo único que resta es mirar, y, claro, escuchar lo que tiene que decir. Su discurso es más importante por su audacia de exhibirse ante desconocidos sin nada que lo cobije.

Es admirable que manifiesten en pelota, máxime cuando sus cualidades físicas se han mermado por el paso del tiempo y por el efecto de la gravedad. El escrutinio público es implacable. Pero los espectadores son indulgentes, porque suponen que el destape se debe a la fuerza de sus convicciones. El caso más reciente de desnudo colectivo –y en formato calendario para perpetuar la hazaña- lo protagonizan once mujeres mayores de cincuenta años. El calendario, “Mujeres sin fecha de vencimiento” surte su efecto principal: llamar la atención. Es, en Colombia, el calendario más comentado en radio, prensa escrita y televisión. Estas mujeres se lanzaron al agua, en viringa, convencidas de que así difundirían su mensaje con la mayor efectividad posible.

Una de ellas encarna la belleza de Venus de Botticelli, un poco más entrada en años y con unos cuantos kilos de más. La concha de la que nace esta diosa griega, está hecha de poliéster blanco y papel aluminio. Bueno, al menos conserva cierto decoro y permite imaginar cómo sería Venus a los cincuenta años, de rasgos latinos. Otra de las fotografías recuerda a la sufrida Frida Kahlo, con punzones emergiendo de su vientre y con las correas que mantuvieran derecha su columna estropeada. La modelo pretende reivindicar la belleza de la artista mexicana, con un estoicismo innegable.

Y así, cada una de ellas deleita la vista en un mes distinto del año, con su cuerpo desnudo como discurso. Podría decirse que, a juzgar por las poses y por la calidad de las imágenes, querían, deliberadamente, verse feas. Podría entreverse un hastío por modelos estéticos asfixiantes. Podría creerse que su discurso apunta hacia el enaltecimiento del intelecto por encima de la apariencia. Sin leer ningún texto explicativo, se crearía la sensación de que estas mujeres están haciendo un calendario que sea el anti calendario, que nadie se sienta a gusto viendo a las modelos y que eso produzca una sensación de repudio, al punto de llegar a la conclusión de que “ya estuvo bien”. Que los hombres y mujeres que vean el calendario comprendan que es hora de liberar a las mujeres de modelos de belleza obsoletos.

Sería una forma desafiante, agresiva, casi desagradable, pero lograrían su objetivo: las mujeres podemos ser feas, ¿y qué? Podemos envejecer, ¿y qué? El cuerpo no lo es todo, tenemos nuestro intelecto y no nos hace falta la adulación de otros. Es más, nos importa tan poco ser feas, que hasta podemos posar en un calendario sin problema. El mensaje sería coherente, y se habría logrado de manera valerosa. Pero, claro, siempre es bueno confirmar que ése es su objetivo. El texto que aparece en una revista cultural se opone, sin embargo, a la idea que uno parece entender. De hecho, no sólo no se consideran feas, sino que quieren que las consideren bonitas, como cualquier modelo de veinte años. Están tan seguras de su belleza, que muestran sus pechos jubilosas, como si revelaran ante el mundo el eslabón perdido.

La confusión es grande, y ya su gesta transatlántica se vuelve saltito de charco. No critican que la mujer sea objeto sexual en los medios, no les importa que aparezcan calendarios de Sports Illustrated llenos de nalgas y de clavículas sugerentes. Su única propuesta es: “yo también quiero que me digan que soy linda”. También quiero despertar ese mismo erotismo y también quiero que me deseen. Seguro que este calendario generará reacciones antagónicas –a algunos hasta puede gustarles- pero creo que su afán por rebelarse contra algo que no tenían muy claro, mezclado eso con una rebeldía que no cabe ya en señoras de esa edad, deriva en un descalabro monumental. Si su objetivo era llamar la atención lo lograron, pero el beneficio fue mayor para los espectadores que para ellas mismas. Nos dieron un tesoro jamás imaginado: un set de fotografías de mujeres feministas, en las poses más machistas posibles.

FERIAR LA LECTURA

PUBLICADO EN: EL ESPECTADOR. COLOMBIA.

Todos parecen complacidos por el nombramiento de Bogotá como Capital Mundial del libro. El regocijo en la Feria del Libro fue unánime y se habló del tema a manos llenas. Sé que resulta antipático afirmar que no merecemos este nombramiento y que deberíamos declinarlo por numerosas razones. Ya mucho ha costado en este país que consideren una prioridad el fomento a la lectura y que el gobierno instaure como proyecto bandera la creación de bibliotecas en todos los puntos de la geografía nacional.

Pero, por triste que parezca, existen todavía numerosas taras en los planes actuales de educación y en el aumento de los niveles de lectura que hacen pensar más en una labor inconclusa.

De una parte, está visto que pocos colombianos registran altos índices de lectura y que la gran mayoría no pasa de medio libro al año. Debido, claro está, a que no existe un hábito de lectura y a que las coyunturas que padece la población impiden el uso de los espacios que ofrece el gobierno, como las más de quinientas bibliotecas fundadas en varios puntos del territorio nacional.

Los altos precios de los libros no suelen incentivar sino que suelen espantar a los compradores, esto deriva en que se compren más los libros que salieron hace unos diez años, dado que suelen quebrar los precios originales. Estas políticas editoriales, en consecuencia, se enfrascan en una sinsalida, dado que publican títulos en bajos tirajes “porque la gente no lee”, y naturalmente a precios altos. Pero entonces, ocurre que al final de la cadena, “la gente tampoco los compra” porque cuestan demasiado. Sería acertado aumentar los tirajes, sin sacar ediciones tan costosas, para poder bajar los precios y permitir que una mayor de personas tenga acceso a los libros.

En la Feria del Libro, por ejemplo, hay flaquezas en la calidad y en la diversidad: no sólo de títulos, sino de actividades que involucren a varios países por fuera del perímetro hispanohablante.

Sería una lástima dormirnos en los laureles de un reconocimiento todavía inmerecido. La lectura crecerá en tanto que aumente la diversidad editorial, en tanto que permitan la difusión de nuevos autores y en tanto que construyan unas políticas de ventas acordes con un público real. De otra manera, se perderá el interés por los libros y los individuos seguirán esperando a que les vendan el best seller de moda en un semáforo por la cuarta parte del precio.

Recuerdo que el año pasado, la Fundación Mempo Giardinelli en Argentina, planeaba sacar una selección gratuita (en siete tomos) de los mejores escritores locales. En asocio con el Ministerio de Cultura, decidieron publicar 700 mil ejemplares que repartirían en todo el país a fin de impedir que la crisis económica fuera obstáculo para acceder al legado literario argentino. Considero que esta iniciativa refleja el interés de un gobierno por llevar los textos a sus habitantes y sienta las bases de un aumento de los índices de lectura. Reconozco que iniciativas similares se han adelantado en Bogotá, como Libro al Viento. Existe la intención, pero considero que es necesaria una mayor determinación para que este nombramiento de Capital Mundial del Libro obre como mecanismo de reflexión, más que como el reconocimiento de una labor que apenas comienza.

GENERACIÓN E

PUBLICADO EN: PERIÓDICO EL ESPECTADOR. COLOMBIA.

Las comunidades virtuales se presentan para muchos como una opción temible. Descartan sus beneficios y arguyen que la pantalla de un computador puede, por mucho, imitar, pero nunca suplir las dinámicas de una sociedad. Sin embargo, millones de miembros del ciberespacio, de esa realidad paralela, desempeñan las mismas tareas y los mismos rituales sociales en la red y dejan de lado las formas clásicas de trabajar, de ir de compras, de interactuar con otros individuos sin el menor traumatismo.

El lenguaje mismo se ha adaptado a un mundo interconectado por impulsos eléctricos. Es común utilizar abreviaturas como “tb” en lugar de “también”, “xq” desbancando a “porque” y “Lol” por “lovely”. En el caso de Bogotá, estas abreviaturas de palabras en español, se suman a la incorporación de términos en slang provenientes del inglés, y la españolización de términos referentes a la red: “forwardear” en lugar de “adjuntar”, “atachear”, proveniente de “to attach” y se combinan de manera arbitraria con términos en español. Este nuevo spanglish incorpora, además, términos pertenecientes a modismos mexicanos, españoles, argentinos y de extracción popular. Los puristas se aferrarán con ahínco a los tomos de la Real Academia Española. Que no olviden que esa institución acaba de aprobar el verbo “googlear” como parte de nuestro idioma.

En Internet, es común que un bogotano responda “q onda, wey, te forwardeo el paper bout my pc. No se olvides, doc, de embiarme yours, dude”.

Todo se construye en torno a la voluntad del participante y permite la interacción con otros individuos filtrando la información propia. De hecho, es común que una persona asuma una identidad paralela, se lo conozca por su nickname y no por su nombre real, y tiene acceso directo a grupos sociales distantes en los intereses, en el tiempo y en el espacio.

Internet provee las herramientas para construir ese perfil propio y abre las puertas de canales de comunicación visuales como fotografía (flickr.com), video (myspace.com), escritos (Messenger, blogs), musicales (itunes, soulseek), periodístico (newsvine.com) y un gran etcétera.

Se critica de Internet que acabará con los libros, gracias a los e-books en línea, que permite el libre tránsito de pedófilos, de pornografía, de tráfico de drogas, de comunicados terroristas. Respondo de manera sencilla: Internet es una réplica del mundo real, y así como las calles permiten el libre acceso de pedófilos, terroristas, violadores y demás, la red se abre como una urbe digital conformada por los mismos individuos que ocupan los hogares y las oficinas del mundo entero. Este argumento se suma a la desconfianza que turba la interacción en Colombia con las transacciones y las compras online, donde se registra un de los más bajos porcentajes de negocios virtuales y del uso de la tarjeta de crédito.

No podría ser de otra manera. Si no, se trataría de una herramienta excluyente pues, debido a la libre mutación de las identidades, un joven común puede actuar como estafador en sus linderos virtuales.

Por esta razón basta conocer los límites que ofrece la red, no transgredirlos hacia la ilegalidad y confiar en que los maleantes serán debidamente rastreados.

Opacamos, así, una herramienta prodigiosa que muchos rechazan como si fuera fiel servidor de fuerzas ocultas. Suele suceder, que rechazamos aquello que no conocemos y que solemos exterminarlo antes de comprenderlo.

Las comunidades virtuales obedecen a dinámicas sorprendentes y ofrecen nuevos mecanismos de interacción con individuos que nunca encontraríamos en el café de la esquina.

Medios de comunicación como el fax, el teléfono, el contacto directo con una persona se suplen por una conversación por el Messenger. Estos nuevos mecanismos aterran a quienes ven los computadores como aparatos malévolos diseñados para que nadie los entienda y para dañarse siempre, llevándose consigo documentos invaluables construidos durante años.

Discrepo de los incrédulos, considero que las comunidades virtuales abren un horizonte que no aniquila sino que complementa. No crea dependencia sino que facilita procesos, permite el nacimiento de nuevos códigos sociales y la transformación camaleónica del lenguaje. Lo interesante es que esta nueva generación virtual, The E-Generation- no se cataloga por la edad o por ciertos gustos literarios o musicales. De hecho, cualquier individuo puede hacer parte de las miles de comunidades virtuales, registrarse como ciudadano de este nuevo reino, poner en línea las fotografías más feas que haya tomado, los artículos más benévolos sobre Fujimori, compartir música con otros individuos que jamás ha visto ni verá y, quién quita, preferir este reino que se desmembra pero que se nutre de lo real y obtener su visa de residencia. Como dice un personaje en Being John Malkovich, tomar prestado el cuerpo, la conciencia y los sentimientos de otro, “is better than your wildest dreams”. Lo intrigante que enfrenta de esta nueva Generación E, es que llegará un punto en el que uno ya no sabrá si ese Yo paralelo es la réplica o si lo es uno mismo.

EL PARAÍSO PERDIDO

PUBLICADO EN: EL ESPECTADOR

La nueva telenovela de Caracol, “Sin tetas no hay paraíso” sacó de quicio a María Jimena Duzán, a Florence Thomas y a Marianne Ponsford. Les parece denigrante que se lleve a la pantalla chica la historia de mujeres que se operan las tetas para ser apetecibles por los narcos colombianos. Me llama la atención que la programación de la televisión colombiana, despierte un interés tan grande en estas mujeres, al punto de debatir el tema durante dos horas en Hora 20 de Caracol Radio.

Las telenovelas, sin embargo, han enviado ese mensaje desde siempre: sólo las pobres que son bonitas pueden ascender en la pirámide social. Nada nuevo bajo el sol. Pero estas mujeres andan furiosas.

¿Por qué se escandalizan como si fuera la primera vez que pasa? Si quieren replantear estos mecanismos maquiavélicos a fondo, es clave, como mínimo, reconocer que no los inventó una novela recién salida al aire. De otra manera, una objeción de peso, queda reducida a mero cacareo en una tarde de crochet.

Tetas siempre ha habido en televisión, grandes, chiquitas, más, o menos artificiales en

comerciales de Cerveza Águila, de Ron Santa Fe. Son la razón de ser de Soho, y de la media hora destinada a la farándula en los noticieros. ¿No las habían visto? ¿Se escandalizan, al cabo de una vida, sólo porque es el título de una telenovela?

La imagen de la mujer como objeto, la idea de las tetas operadas como pasaporte al mundo de la mafia no nace con “Sin tetas no hay paraíso”. Sin esa telenovela, ¿habrían seguido, entonces, muy tranquilas viendo a las chicas águila en televisión? O, peor aún, ¿seguirían permitiendo con su silencio mecanismos milenarios que enaltecen a las mujeres sólo por su aspecto físico? El debate está en mora hace décadas, por no decir hace siglos, y sólo ahora, por una simple telenovela, reviran como si nunca antes hubiera ocurrido.

Es cierto que hace rato debimos protestar por la denigración de la mujer, no sólo en la pantalla chica, sino en la cotidianidad. Y ya que tenemos un motivo, ¿por qué no dotar esta crítica de dimensiones reales? Más allá de discutir las calidades éticas de un programa de televisión y ya, sería interesante ampliar el debate a un espectro mayor. En suma, deberían liberar su querella de los linderos de la pantalla chica y del inmediatismo que fomentan los medios de comunicación. Todas las mujeres pecamos por esperar una excusa para denunciar inequidades que debieron ventilarse hace tanto. El silencio es cómodo y callar frente a un abuso es tan criticable como cometerlo.

“It takes two to tango”, dice un viejo adagio, y si los hombres explotan a las mujeres como objetos sexuales, es porque siempre ha habido mujeres que se presten a ese juego. No podemos atacar un fenómeno sin contemplar la contraparte. Esto ocurre también con el abuso sexual de niñas por sus padrastros y con las golpizas propinadas a mujeres por sus maridos, caracterizados ambos por la complicidad de la madre.

Presencié, en una ocasión, la actitud permisiva de una madre frente a su compañero, quien violaba sistemáticamente a su hijastra. Ella misma se encargó de retirar los cargos en la fiscalía y echó atrás el proceso. Otras tantas ceden a propuestas indecentes de sus jefes para ascender de cargo y no utilizan ningún mecanismo legal para impedirlo.

No se trata, pues, de sacar del aire “Sin tetas no hay paraíso”, se trata de atacar un problema mayúsculo del cual esa telenovela no es más que un modesto e irrisorio diagnóstico. De otra manera, el planteamiento de fondo, en contra de una cultura machista -que fomentan hombres y mujeres por igual- quedará reducido a meros cuchicheos.